Can Rova: la justicia que llegó cuando ya nadie creía en ella
Ibiza limpia una herida abierta con años de retraso
Can Rova no era un asentamiento, ni un barrio alternativo, ni mucho menos un modelo de inclusión urbana. Can Rova era una vergüenza sostenida por la pasividad, el miedo político y la comodidad burocrática. Un poblado ilegal que fue creciendo bajo la mirada resignada de todos, como si ignorarlo lo hiciera desaparecer. Pero no desapareció. Creció. Y se volvió una amenaza. Para los vecinos, para la seguridad, para la dignidad misma de Ibiza.
Ahora, tras años de mirar a otro lado, de informes sin efecto y de advertencias ignoradas, la justicia ha dicho basta.
Construir sin permiso, vivir sin ley
Durante más de dos décadas, Can Rova se fue levantando con materiales reciclados, tejados de chapa, maderas apiladas y conexiones eléctricas más propias de una película de terror que de una isla que presume de civilización. Aquí nadie pidió permiso. Aquí nadie revisó nada. Se construyó con la bendición silenciosa de quienes preferían no enfrentarse al problema.
Y entre tanto despropósito, ni una sola medida de seguridad digna de tal nombre. No se trata de una exageración: ni un extintor visible, ni una revisión técnica, ni una planificación mínima. Solo parches sobre la precariedad.
Porque cuando uno acepta la ilegalidad como parte del paisaje, se acaba normalizando también el peligro. Y ahí, precisamente ahí, comienza el verdadero desastre.
Lo que se dejó pudrir, hoy hay que arrancarlo de raíz
La decisión judicial que ordena el desalojo y posterior demolición del asentamiento no es una cuestión de estética ni una reacción caprichosa. Es una medida de urgencia ante una situación que no daba más de sí.
Porque Can Rova no solo era ilegal. Era inseguro, insalubre, inviable. Y mientras los responsables políticos echaban balones fuera, los vecinos del entorno se jugaban la vida a diario.
Extintor. Esa palabra, tan básica, tan evidente, brillaba por su ausencia. En un lugar donde cualquier chispa podía terminar en tragedia, el hecho de que no se contara ni con el más elemental recurso de prevención lo decía todo. Y lo peor es que no era un fallo: era una constante.
Pero claro, cuando se trata de no molestar, todo se tolera. Hasta que ya no se puede más.
¿Quién responde cuando todo está mal desde el principio?
Porque no se trataba solo de los ocupantes. El problema es más profundo. ¿Cómo se permitió llegar hasta aquí? ¿Cómo es posible que se construya durante años, a la vista de todos, sin que nadie actúe? ¿Dónde estaban los controles? ¿Dónde está el urbanismo, la legalidad y la responsabilidad política?
Mientras la legalidad se dormía, el riesgo crecía. Y muchos pensaban en cómo actuar si llegaba el desastre. Algunos incluso buscaron extintor comprar, por su cuenta, intentando proteger lo que nadie más protegía. Pero el peligro no se apaga con buenas intenciones.
La seguridad es planificación. La prevención es ley. Y cuando ambas faltan, lo que queda es el miedo.
Un incendio que nunca llegó, pero que todos temían
Durante años, el mayor temor no era el desalojo, ni las tensiones vecinales, ni la precariedad visible. El mayor miedo era un incendio. Uno de esos que empiezan con un cortocircuito y terminan con cenizas, víctimas y titulares de tragedia.
Las condiciones estaban dadas: instalaciones improvisadas, materiales altamente inflamables, sobrecargas eléctricas… Y en medio de todo, familias, niños, bombonas de gas. Un cóctel explosivo. Una bomba de tiempo que, milagrosamente, no estalló. Pero los milagros no son política pública. La justicia sí.
La justicia no criminaliza, ordena
Algunos han querido leer esta sentencia como una acción punitiva. Nada más lejos. Esto no va de castigar la pobreza, sino de restaurar el orden que se perdió por dejadez. La ocupación ilegal no puede ser tolerada cuando pone en riesgo a toda una comunidad. Ni cuando se consolida a fuerza de ignorar las normas.
Porque si uno no puede cerrar una terraza sin permiso, ¿cómo se explica que se levantara un barrio entero sin una sola licencia? Hay una línea que no se puede cruzar. Y Can Rova la cruzó hace años.
Recuperar el terreno, y también la autoridad
Ahora comienza la parte dura. La ejecución de la sentencia. El desalojo. La limpieza. El derribo. Pero también la reconstrucción del criterio. De la seriedad institucional. De esa voz que diga con claridad que Ibiza no es una tierra sin ley, aunque durante años lo pareciera.
Y que el derecho a una vida digna no puede sostenerse en estructuras ilegales ni en la negación permanente de los riesgos. La dignidad también necesita cimientos firmes. Y extintores, por cierto.
Lección aprendida o error repetido
Can Rova debe marcar un punto de inflexión. Una advertencia para los próximos años. Porque si esto se olvida, si se vuelve a mirar para otro lado, lo que hoy celebramos como victoria de la justicia se convertirá en papel mojado.
La isla no puede permitirse otro caso igual. Y nosotros, como sociedad, no podemos volver a tolerar que el miedo y la improvisación se conviertan en norma.

